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el ojo alado

Cristian Sánchez

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Las inconveniencias de la semana lo habían hecho acumular tensiones. Y si bien estaba dispuesto al buen momento, no podía dejar de estar a la defensiva. Sabiendo de los reveses de la desdicha, que encuentra desgracia en la desgracia, y que hace de un infortunio una serie, se mantenía expectante. Para despejar los fantasmas de su cabeza, se dispuso a desayunar y a leer algunas páginas del libro que tenía delante y que había postergado por obligaciones laborales. Había agitado el mate y allí, en el huequito que dejaba siempre junto a la bombilla, vertió el agua caliente. 

Soltó un suspiro largo. 

 

Una mosca diminuta, de esas que se posan sobre las frutas, se asentó sobre uno de los bordes del mate de madera. La vio venir por el rabillo del ojo. La espantó un par de veces. La mosca agitaba sus alas, dibujaba elipsis espontáneas en el aire, que surcaban el vacío inmediato, justo frente suyo. Y en una de esas parábolas impredecibles, alteradas por los manotazos que el hombre daba para espantarla, la vio dar un rodeo nervioso y encajar en su ojo izquierdo. Sintió la presencia inexpugnable del bicho dentro de sí mismo, justo debajo de su órbita blanca. La sintió entre el párpado y el ojo aterido por el esfuerzo de querer expulsar lo que ya era parte de suyo. Maldijo como un loco y en el ademán desesperado volcó el mate recién servido. El ardor era violento y en la locura que le produjo saberse invadido por otra fuerza, diminuta pero fuerza al fin, fue al baño frotándose con ambas manos el ojo violado. “Mosca hija de puta” dijo, mientras trataba de ver en el reflejo del botiquín, alguna señal que le permitiera saber qué debía hacer. “Qué desgracia, la puta madre” volvió a insultar. Con el pulgar y el índice de su mano derecha presionó sobre la base del pequeño furúnculo, insignificante, que se había formado justo debajo del ojo, por la intromisión del bicho. El ardor se tornó insoportable. Con ansia creciente, presionó y llegó al límite del espanto cuando vio desprenderse de la cuenca vacía de su ojo, una esfera blanca y sanguinolenta. Era su ojo y sin embargo ya no era parte suyo. Lo vio saltar, impulsado no solo por la presión de sus dedos. Entendió que su ojo había cobrado impulso, en parte, por sí mismo y no solo por su acción desesperada. “Qué mierda” dijo en cuanto pudo incorporarse. Su ojo izquierdo no había caído al piso. Se mantenía estático en el aire. Dos alitas pequeñas habían encontrado en la sustancia acuosa del ojo, la materia perfecta para poder perforarlo. Las alitas lo mantenían estático a la altura de su cabeza. La sorpresa y el espanto cuajaban en una misma pose. El dolor, presente todo en él, había quedado en un segundo plano. El hombre no demoró en comprender. El mismo dolor y el mismo espanto habían aguzado sus sentidos. Estaba en él la posibilidad de ver no solo lo que su único ojo veía, sino también lo que el ojo alado era capaz de captar, ya lejos de su cuerpo. Sabía que las moscas estaban dotadas de centenares de ojos y ahora entendía que la visión superpuesta de aquel pequeño insecto, a través de su ojo alado, acrecentaba la percepción misma del bicho, en forma fragmentada. Su campo visual había crecido. Podía percibir, con igual intensidad, no solo los objetos centrales, sino toda la periferia. Se vio a sí mismo, con su mano derecha cubriendo la cuenca de su ojo vacío, el labio inferior cayendo y dejando al descubierto el espacio abierto que había dejado la extracción del premolar, la semana anterior. También estaba el ojo alado flotando en el aire. El todo formaba una paradoja visual, que lograba enfrentar en un mismo plano dos imágenes, percibidas desde él, pero no desde su cuerpo. Aún tenía percepción de su ojo alado. Ambas imágenes confluían en él aunque ahora encontradas. La mosca se elevó por sobre su cabeza. No quería perderla de vista. Dejó de verse, vio la claraboya y una telaraña en un rincón del cielo raso. Se mareó, pero no se extrañó. Era, todo aquello, una experiencia capaz de enloquecer a cualquiera. Notó que el ojo, que se había desprendido de su cuerpo, volaba hacia una maraña algodonosa de telas brillantes. Lo vio con su cuerpo recostado sobre los azulejos del baño. El esfuerzo que hacía el bicho por mantenerse en el aire era enorme. El peso natural de su ojo dificultaba sus maniobras. El afán de mantenerse en alto, lo descalibraba y lo hacía ir donde no debía. Una de las alitas de la mosca quedó prisionera en la maraña de telas. Su ojo pendía ahora, sostenido por un ala traslúcida. El hombre se desesperó. Como pudo fue hasta la cocina. Quería hacerse de una silla para subirse y así liberar su ojo alado del colchón de telas en el que había caído. Vio el cuerpo de una araña parda, terrosa. Vio los tres pares de ojos acercarse a su ojo emancipado, sintió dentro de él, el aleteo desesperado del insecto. “No, la puta madre” dijo el hombre. Tomó la silla por el respaldo y soportando el dolor y la tortura que la imagen le daba, vio el marco de la puerta del baño y las patas de la araña de rincón, dos de las ocho, posarse sobre la superficie fibrosa de su ojo prisionero. Sintió la pilosidad de las patas de la araña en la cuenca vacía y gritó. Asqueado y loco gritó, asentando la silla debajo del rincón. La araña con sus patas atrajo al ojo alado, más hacia su cueva. Dio media vuelta dejándolo a su merced. En el movimiento ocular que la araña provocó, la mosca pudo liberarse. Salió aturdida por uno de los orificios que ella misma había provocado para expandir su cuerpo dentro del ojo. En su desesperación, contrajo su cuerpo por instinto y con todas sus fuerzas, salió por el lado opuesto al de la araña, dando rodeos en el aire. El hombre la vio, en la paradoja visual que su mente le posibilitaba, escapar por una fisura de la claraboya plástica del techo. Asentó uno de sus pies en la base de la silla que había llevado. Su mano derecha se aferró al respaldo para tomar impulso. Y en el momento que su otro pie se elevaba para asentarse y erguido rescatarse de aquel infierno, sintió el pinchazo en la cuenca vacía, la secreción de líquidos entrar en su ojo. Vio la rotura de la imagen, una pantalla que se partía por la mitad, una señal que se perdía. Cayó muerto de dolor sobre los cerámicos del piso y mientras sus manos cubrían el espacio vacío que su ojo había dejado, observó con su único ojo abierto, a la araña cubrir con su tela pegajosa y brillante la curvatura de su ojo inerte. 

Número 7

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